martes, 27 de enero de 2009

The Quail





Buenas noches queridos y queridas.

Después de pasar un fin de semana al más puro estilo de los hermanos Marx, en alguna versión hospitalaria, me lo he tomado con fino humor acordándome de la revista La Codorniz. Os relato como empezó todo: el sabado fui a mi médico chino a una sesión de acupuntura y masaje. Salí contenta, regresé a mi casa para comer y esperar a que fueran las seis de la tarde. Tenía entradas para un concierto de latín jazz, a las cinco decidí merendarme una pera, el almuerzo había sido minúsculo y tenía un poco de apetito, me arreglé, me coloqué todo el puzzle de abrigos, bufandas, guantes y gorros térmicos, cogí el autobús e hice la entrada en el teatro. Comencé a sentir un poco de presión en el pecho, no le di ninguna importancia. Empezó la actuación y con ella mi malestar, boca seca, calor, sudor, presión aguda en el esternón... hasta que todo se hizo insoportable y salí a que me diera un poco el aire. No mejoraba, aunque estaba tranquila. Me convencieron para ir al hospital, casualmente está casi enfrente del teatro. Sabado noche, urgencias en Manchester, no se me habían pasado estos detalles por la cabeza. 

Cuando llegué el primer problema fue mi apellido, se solucionó. A los quince minutos me atendieron amablemente, ECG (electrocardiograma), presión arterial, preguntas, dónde duele, dónde no. Me mandan salir de nuevo y esperar. Y eso hice, a las 11 de la noche estaba resuelta a irme de allí cuando me llamaron, pena no haberlo hecho antes. De nuevo muy amables me hicieron otro ECG, me sacaron sangre y me tomaron la temperatura, apareció un doctor que me dijo que iba a quedarme toda la noche en obseravación por si era un infarto. Milagrosamente no me infarté en ese instante. En cuestión de cinco minutos me dieron siete pastillas, me pegaron dos estocadas abdominales cargadas de anticoagulantes y remataron con una placa de rayos X. Me trasladaron a un cubículo montada en una camilla, me colocaron un medidor de presión arterial automático en el brazo izquierdo, una pinza en el dedo índice de la mano derecha monitorizando mi nivel de oxígeno en la sangre y ritmo cardíaco, una mascarilla de oxígeno de tamaño Neandertal y me dejaron así. Mi acompañante en una silla. 

Me visitaron médicos, enfermeras, limpiadores (la habitación hubiera necesitado un par de días de limpieza a fondo, todo hay que decirlo) y según parecía me tenían que trasladar a una habitación del hospital. Pasaban las horas sin que me dejaran dormir en la camilla, mi cuerpo ya se había hecho a la tortura, porque entraban cada media hora a mirar los monitores. Mi acompañante había tenido la suerte de encontrar un sillón y disfrutaba de un sueño interrupto, por mis monitorizadores, el ring ring continuo del teléfono de las oficinas, el beep beep de mis aparatos, las cisternas, las carreras, las bulliciosas conversaciones del personal, las entradas y salidas de decenas de borrachos y borrachas que las ambulancias habían recogido por las calles, delicuentes pidiendo a gritos delinquir, encargados de seguridad voceando a los acompañantes de los borrachos comatosos... y seguro que se me olvida algo. 
En la revisión de las siete de la mañana, aún no me habían cambiado a la habitación, me comunicaron que a las ocho me volverían a sacar sangre y que según los resultados de ese análisis volvería a casa o me quedaría hospitalizada, los resultados los sabrían a las nueve. Dolor de espalda en la camilla, por fin me sacan sangre, pasan con el desayuno: té y pan bimbo tostado con un amago de mantequilla. Hace un frió polar en la habitación, he pasado la noche tapada con mi abrigo porque no tienen mantas.

A las once de la mañana sigo en la camilla, no saben que pasa con mi sangre; media hora más tarde vuelven a por más sangre, el análisis ha salido mal. Vuelta a empezar. El personal de oficinas está enfadado porque todavía sigo en la camilla, según la normativa no puedo estar en observación más de doce horas y están a punto de cumplirse. Se les va a caer el pelo si no me dan traslado a otras dependencias. Por arte de magia, como conejo sacado de un sombrero, aparece una habitación con cama en mi destino. Me deshago del monitoraje y me dispongo lo más dicharacheramente que puedo en una silla de ruedas. Finalmente a las doce del mediodía tengo cama hospitalaria, es la hora de comer. Me dan un menú en el que se encuentran platos tan digestivos como el pollo korma, el chile con carne, el fish and chips, el sunday roast o el english breakfast, sólo falta que me den la carta de bebidas para sentirme en un pub. 

El médico de esta sección intenta hacerme el mismo interrogatorio que me han hecho varias veces, dónde presión, cómo, etc... un enfermero me vuelve a dar otras siete pastillas y está vez una inyección, he tenido suerte. Justamente después del pinchazo aparecen los resultados, no tengo nada. Me dicen que puedo marcharme, pero que me quede a comer, me niego. Antes de irme el doctor me avisa de que tendré que volver para hacerme la prueba de resistencia, para descartar todas las posibilidades cardíacas, y si no es nada de mi corazoncito empezarán con las pruebas de estomago... de inauguración me meterán la famosa cámara por la boca hasta llegar al sitio deseado. Por supuesto me receta un antiácido que al ir a recoger me advierten que provoca gases, vómitos, mareos... 

Salgo a la calle con la intención de coger un taxi, imposible, la calle está cortada al tráfico por una manifestación. Me hago casi una hora caminando hasta mi casa, en este tiempo me doy cuenta de que sigo teniendo la misma presión en el pecho. Seguro que todo esto ha sido por culpa de la indigesta pera. El resto del domingo lo pasé tumbada en mi sofá.

Está mañana he tenido algunos incidentes por culpa de tanta medicación, pero eso se queda para otro momento Codorniz, ya sabeis: la revista más audaz para el lector más inteligente.


Cciao. 

viernes, 9 de enero de 2009

The Sacred and The Profane


Buenas noches cielitos!

Aquí me teneis en el nuevo año,  sin que haya habido en mi camino nada realmente extraordinario ni novedoso que contaros. De todas formas ésto no pasa por ser un diario, ya me parecía una memez cuando era pequeña lo de escribir mis tonterías en aquel librito tan cursi que probablemente mi madre leyera en un descuido, no es que me importara pero una también tenía sus secretos infantiles. 

Fui una niña buena y educada, bastante feliz en general, pero con una preocupación constante por Dios. Aquellas historias bíblicas donde Sansón perecía aplastado, eso sí llevándose por delante a todo filisteo que estuviera debajo de techado; o aquellas otras del rey Saul persiguiendo al bueno de David, que ya sabíamos que era el elegido porque lo habíamos leído unas páginas antes,  que de más joven había matado al gigante Goliath, otro filisteo talla king size; esto por no recordar a los profetas que se pasaban el día gruñendo y teniendo visiones apocalípticas sin que los ingresaran en un hospital mental por escuchar voces; heroínas del tipo de Judit que le cortó la cabeza de un tajo a Holofernes sin que le temblara el pulso ; qué podiamos decir de Jonas y su ballena, aparte de darnos un miedo atroz cuando ibamos a la playa y recordabamos aquella lectura. De este lado lo sagrado.

Amén de mi pequeña obsesión por Dios, tenía otra que era la lectura. A esa edad lo que me permitían leer eran libros inocentes para niños, recordemos: Caperucita y el lobo féroz, ya sabemos de que va y es normal que no me gusten los bosques, lo leí unas doscientas veces, seguro que sufro algún trauma; Cenicienta, la pobre esclava, con ese padre tan calzonazos que permitía que las hermanastras la humillaran; Blancanieves a la que su madrastra/bruja quiere envenenar, que vive con siete enanos en otro bosque, como pueden decir que esto es para niños; Hansel y Gretel otro de los grandes del terror en la infancia, una bruja que engorda niños para zampárselos en el renombrado bosque; y muchos más que todos conoceis. Aquí lo profano.

Nunca entendí muy bien la diferencia entre lo sagrado y lo profano. Os dejo para que penseis en ello.

Kisses.