Buongiorno, lectores de brevedades. Hoy pasaremos revista al armario, pero no haré un inventario de lo que hoy es, sino una retrospectiva-introspectiva.
Empezaré por la ropita de bebé que llevabamos los de mi época, hecha a mano por madrinas, abuelas, tiitas, madres amantísimas e incluso vecindongas. Si no eras el primogénito, o millonario de nacimiento, lo normal era heredarla. ¿Qué importaba que fueses genero femenino singular o masculino plural? A tan poco dentada edad los recuerdos no existen, así que posteriores machos-men lucieron frunces primorosos en sus tiernos pectorales infantiles legados de hermanas anteriores. Absolutamente todo era casero, pañales, camisetas, picos, patucos, faldones, rebequitas, pololos, baberos... Aquel nómada ajuar infantil se eternizaba en las familias numerosas, con adiciones puntuales debidas a algun evento de importancia. No faltaba el traje de cristianar bordado por alguna prima monja de clausura en las épocas inmemoriales de tu tatarabuelo, porque si habia algo en los baúles domésticos de entonces que mereciera un trato de honor en el apartado textil de algún anticuario de renombre, sin duda era el vestido bautismal.
De ningun modo podia faltar en una canastilla todo aquello que el infante necesitara para su toilette asistida: peines minúsculos, polvos de talco, pomada para las escoceduras, esponjas naturales, jabón líquido, y, brillando por derecho propio, la reina de los afeites, la colonia Nenuco, Chupetín o cualquier variante de aroma cítrico. Aún hoy, cuando olfateo algún aroma de este gremio, me viene a la memoria el olor de los ninos de antaño, mezcla de Nenuco y leche materna fermentada.
Normalmente bañaban a las criaturas en una palangana con agua previamente calentada en la hornilla, los calentadores a butano no habían hecho aún su aparición y mucho menos los eléctricos. Al acabar con los menesteres higiénicos liaban al pequeño en la toalla y le refregaban bien, supongo para que entrara en calor, o por ese fervor maternal de dar lustre y brillo al hijito querido. Rápidamente la madre se sentaba en la silla de anea, tumbaba al retoño en su regazo y vestía a la criatura con todo lo que se le ponía por delante, primero la faja, para que no se saliera el ombligo, camiseta de hilo fino, camiseta de algodón, etc... No podían faltar alfileres varios e imperdibles, no habíamos llegado al velcro, con el consiguiente riesgo de que terminaras como un muñeco de vudú. Al final de toda esta epopeya el niño no podia moverse, envuelto como si su madre hubiese hecho un cursillo acelerado de momificación en el antiguo Egipto.
Las cunas eran de madera o niquel, con sábanas bordadas y mantas pequeñas, o grandes que se doblaban por la mitad, pesaban una barbaridad. Esas criaturas momificadas y con mantas de ese peso se veian impedidas para el mas mínimo movimiento, sólo cuando llegabas a los siete u ocho meses podías campar medianamente entre los ropajes. Capítulo aparte merecerían los colchones y colchonetas, lana, borra, gomaespuma...
Voy a lanzar esto al ciberespacio, seguiremos con el atrezzo infantil otro día, o tal vez no...
¡Ciao querubines!
Empezaré por la ropita de bebé que llevabamos los de mi época, hecha a mano por madrinas, abuelas, tiitas, madres amantísimas e incluso vecindongas. Si no eras el primogénito, o millonario de nacimiento, lo normal era heredarla. ¿Qué importaba que fueses genero femenino singular o masculino plural? A tan poco dentada edad los recuerdos no existen, así que posteriores machos-men lucieron frunces primorosos en sus tiernos pectorales infantiles legados de hermanas anteriores. Absolutamente todo era casero, pañales, camisetas, picos, patucos, faldones, rebequitas, pololos, baberos... Aquel nómada ajuar infantil se eternizaba en las familias numerosas, con adiciones puntuales debidas a algun evento de importancia. No faltaba el traje de cristianar bordado por alguna prima monja de clausura en las épocas inmemoriales de tu tatarabuelo, porque si habia algo en los baúles domésticos de entonces que mereciera un trato de honor en el apartado textil de algún anticuario de renombre, sin duda era el vestido bautismal.
De ningun modo podia faltar en una canastilla todo aquello que el infante necesitara para su toilette asistida: peines minúsculos, polvos de talco, pomada para las escoceduras, esponjas naturales, jabón líquido, y, brillando por derecho propio, la reina de los afeites, la colonia Nenuco, Chupetín o cualquier variante de aroma cítrico. Aún hoy, cuando olfateo algún aroma de este gremio, me viene a la memoria el olor de los ninos de antaño, mezcla de Nenuco y leche materna fermentada.
Normalmente bañaban a las criaturas en una palangana con agua previamente calentada en la hornilla, los calentadores a butano no habían hecho aún su aparición y mucho menos los eléctricos. Al acabar con los menesteres higiénicos liaban al pequeño en la toalla y le refregaban bien, supongo para que entrara en calor, o por ese fervor maternal de dar lustre y brillo al hijito querido. Rápidamente la madre se sentaba en la silla de anea, tumbaba al retoño en su regazo y vestía a la criatura con todo lo que se le ponía por delante, primero la faja, para que no se saliera el ombligo, camiseta de hilo fino, camiseta de algodón, etc... No podían faltar alfileres varios e imperdibles, no habíamos llegado al velcro, con el consiguiente riesgo de que terminaras como un muñeco de vudú. Al final de toda esta epopeya el niño no podia moverse, envuelto como si su madre hubiese hecho un cursillo acelerado de momificación en el antiguo Egipto.
Las cunas eran de madera o niquel, con sábanas bordadas y mantas pequeñas, o grandes que se doblaban por la mitad, pesaban una barbaridad. Esas criaturas momificadas y con mantas de ese peso se veian impedidas para el mas mínimo movimiento, sólo cuando llegabas a los siete u ocho meses podías campar medianamente entre los ropajes. Capítulo aparte merecerían los colchones y colchonetas, lana, borra, gomaespuma...
Voy a lanzar esto al ciberespacio, seguiremos con el atrezzo infantil otro día, o tal vez no...
¡Ciao querubines!